El presidente de UNATE y Fundación PEM va más allá de lo coyuntural y se centra en la exclusión sistémica de las personas mayores.
(artículo publicado en El Diario Montañés el 27 de febrero de 2022 | Fotografía: Joaquín Gómez Sastre)
Por Modesto Chato de los Bueys*
Vamos al fondo del asunto. Para que se hable de la inclusión de un colectivo humano, en este caso el de las personas mayores, primero ha debido ser excluido. Excluir es “dejar fuera” o “no tener en cuenta” a alguien y eso siempre tiene a uno o varios responsables… o, siendo benevolentes, se produce porque hay una estructura social, política, económica o cultural que lo propicia.
Es verdad, como se viene denunciando en las últimas semanas, que las personas mayores han sido excluidas del derecho universal de acceso al dinero en efectivo y a la atención personalizada, pero esta exclusión bancaria es la punta de un iceberg de proporciones dolorosas. Los bancos han cerrado oficinas, han limitado los horarios de atención y las posibilidades de interacción. Ahora, después de una gran campaña de denuncia, el sector promueve unas medidas que no solucionan nada, pero que ya ha logrado minimizar el impacto negativo de su insensibilidad. Más horario de atención telefónica, cursos de formación para mayores sobre el mundo que los excluye y una palmadita en la espalda. Será difícil sentirse incluido marcando las opciones que ofrecen los robots telefónicos de las empresas.
Lo dicho, es la punta del iceberg. La administración pública digital también es farragosa, en muchos casos no cumple con los estándares de seguridad digital y exige la realización de un máster y la dotación de una ingente cantidad de paciencia para superar las interminables pruebas a las que nos somete.
Pero no todas las exclusiones son digitales. Resulta exótico que a las personas mayores se les pregunte por aquello que les afecta, raro es que tengan voz y voto en las instituciones, y es altamente improbable que sus deseos puedan estar al mismo nivel que sus necesidades. La vejez se trata como un asunto patológico, una agotadora sucesión de actividades de supervivencia que tienen que ver siempre con las pérdidas, con las carencias.
Nuestra sociedad contemporánea, marcada por el presentismo y por el productivismo, excluye a la mayoría de las personas mayores. En el mejor de los casos, se nos mira como reliquias del pasado, como piezas arqueológicas vivas o como útiles “abuelos y abuelas” al servicio de las agendas y de las vidas de los más jóvenes (hijos, hijas, nietos varios….).
Muchas personas mayores diseñan su día en función de las necesidades de esos “otros” y cuando vienen las crisis económicas son sus pensiones las que aguantan a las familias (un 17,84% de los hogares de Cantabria tenían en 2020 como sustentador principal a una persona mayor. El 24,5% en núcleos de población de menos de 1.001 habitantes).
Sin embargo, no ha supuesto un debate nacional lo acontecido en las residencias de mayores durante la crisis del Covid-19, ni se está atendiendo con suficientes recursos humanos ni financieros la situación de ansiedad y daño emocional que la pandemia ha provocado en miles de cántabros y cántabras mayores. Apenas los dineros –la atención en la banca- han parecido despertar cierto interés en algunos sectores políticos y mediáticos. Pero la exclusión viene de lejos y si queremos atajarla habrá que estudiar y abordar sus causas, no sólo sus síntomas.
Las narrativas referidas a la eterna juventud, los mensajes que relacionan la vejez con una inevitable pérdida de salud y de autonomía, la falta de formación a las personas jóvenes sobre el envejecimiento como un proceso natural que comienza con la vida misma, la escasa importancia que damos al éxito de la longevidad, el capacitismo que impera en una sociedad que corre tanto que no puede sumar a todos los ciudadanos a la montaña rusa de la tecnología o de los cambios culturales, la idea de progreso que descarta todo aquello que no se sume a las modas, a la acumulación o a la vida simulada de las redes…
Las razones de fondo de la exclusión las conocemos, pero hay que tomar medidas reales, urgentes y de fondo para atajarla. No hacerlo parece de suicidas. Cantabria cuenta con algo más de un 22% de personas mayores de 65 años y esta realidad exitosa (la de una sociedad en la que vivimos muchos años) se sigue relacionando con cierto “invierno demográfico”, con una decrepitud que hay que revertir. Hay que cambiar el paso, hay que dejar de plantear que una sociedad longeva es una sociedad con problemas.
Las personas mayores son un grupo etario diverso, amplísimo (no pueden ser iguales dos personas por compartir la edad, pero es más difícil aún que se parezca alguien de 67 años a alguien de 94), tan rico en matices y con tantas capacidades como cualquier otro, con más experiencia, eso sí, por pura acumulación de años vividos.
Incluir no pasa por exigir a las personas mayores que se comporten –en la tecnología, el consumo o en sus hábitos culturales- como las más jóvenes. Incluir debe significar respetar los ritmos, capacidades y potencialidades de cada cual. Y, para eso, no es que necesitemos una sociedad de mayores, sino que precisamos de una sociedad de los cuidados y de los derechos humanos, que ponga a las personas -a todas, sea cual sea su edad y estado- en el centro y que entienda que los derechos no se conceden ni se mendigan. El Estado y sus instituciones deben garantizar que los mayores puedan ejercer sus derechos en la intensidad y momentos que así lo decidan, vivan donde vivan, estén como estén. El Estado y sus instituciones deben garantizar también el derecho a la fragilidad, ese que todos los seres humanos nos deberíamos poder permitir.
*Presidente de UNATE y de la Fundación PEM