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(Publicado en El Diario Montañés el 24 de julio de 2020)

Por Modesto Chato, presidente de UNATE, La Universidad Permanente

El verano es una serpiente de noticias inquietantes. Mientras la mayoría parece eludir las señales que emite el humo que se desprende de los escombros por venir y las autoridades culebrean para contener la pandemia, una realidad abrumadora se impone para miles de cántabras y cántabros. Específicamente, para 129.829 personas mayores de 65 años que residen en la región (algo más de un 22% del total) es un tiempo de incertidumbre y de invisibilidad.

Incertidumbre porque durante el confinamiento se nos dijo que éramos algo más que un grupo de riesgo. Casi todo el mundo se permitió opinar sobre cómo debíamos protegernos, dónde podíamos o no podíamos ir, e, incluso, sobre cómo nos debíamos sentir. Casi nadie nos preguntó qué opinábamos o qué sentíamos (así lo manifestó un 82% de los encuestados por UNATE en la fase de desescalada). Para los que acumulamos más años, el confinamiento supuso un frenazo en nuestras actividades de mantenimiento físico y una ruptura de muchos de nuestros lazos sociales. Para las personas dependientes, esos meses generaron tremendas dificultades que sólo fueron aliviadas por el esfuerzo adicional de familiares o vecinos, o de profesionales que se dejaron la piel y no abandonaron a quien los necesitaba. Para las personas que residían en ese momento en un centro para mayores (aproximadamente un 4% de toda la población mayor de Cantabria) el estado de alarma fue un estado de angustia y de miedo extremo. Las noticias nos hablaban de la preocupación de los familiares; poco hemos sabido de las y los residentes.

Invisibilidad porque ahora, pasado el tiempo, seguimos sin ver “planes de rescate” específicos para las personas mayores en esta época postconfinamiento. Leemos con atención las noticias, atendemos a los pronunciamientos de las autoridades y escuchamos que hay planes especiales para escolares y universitarios, para la hostelería y el turismo, para la cultura, para el campo, para reactivar la obra pública, para sostener a las familias más vulnerables ante el invierno económico que se avecina… No trato aquí de juzgar si dichos planes son buenos o malos, si están bien o mal diseñados, pero lo cierto es que existen y tranquiliza que así sea.

Sin embargo, las personas mayores parecemos no existir. Más allá de los planes de contingencia para las residencias de mayores (¡Es lo mínimo después del desastre en su gestión!) y de las normas y medidas que nos afectan a todos por igual, ni los gobiernos locales, ni los regionales, ni el nacional, han diseñado políticas de emergencia específicas para las personas mayores. Parece que nuestras vidas ya están amortizadas o que sólo suponemos un par de renglones en la estadística, cuando la realidad es que necesitamos una hoja de ruta diferenciada, podemos aportar mucha de nuestra experiencia y conocimiento acumulados en esta crisis y, al tiempo, precisamos de una estrategia amplia, imaginativa y urgente para que el envejecimiento físico y emocional no se acelere de forma dramática.

Una sociedad decente es aquella que cuida del presente, respeta su pasado y así construye su futuro. Una sociedad inteligente es la que no desperdicia el acervo de estas 129.829 personas, es la que reconoce el esfuerzo de quienes han trabajado, cuidado y criado a las generaciones que ahora parecen considerarse inmunes al virus, es la que se estremece ante la pérdida de miles de vidas mayores en residencias, es la que tiende puentes sensibles para aquellas ancianas y ancianos que están o se sienten solos…

Las personas mayores de Cantabria existen, existimos, y, como suele indicarnos el alumnado de UNATE, La Universidad Permanente: “Sólo pedimos respeto”. Ese respeto pasa por la escucha, la visibilidad y el cuidado. Todo lo demás es caridad mal entendida, asistencialismo sin corazón o la mera gestión de un problema.